Las residencias de la imaginación en la ciudad

Casa Bizarra, en los 90. El inmueble quedaba en el Centro Histórico, claro, y el colectivo estaba formado por poetas, hijas de poetas, cantautores de rock, artistas pop eclécticos, ingenieros arrepentidos con vocación de productores de arte contemporáneo, cooperantes solidarias, jóvenes marginales acostumbrados a vivir en la azotea y algún sobreviviente de la derrota revolucionaria (sin prejuicios generacionales). No fue, como se cree –o han hecho creer algunas historiografías sesgadas y excluyentes–, el origen del arte urbano, en la posguerra. Es sabido que “el arte nace de un contexto histórico, lo refleja, promueve su evolución” (U. Eco) y esto fue lo que aconteció en Casa Bizarra: el enriquecimiento de aquello que había nacido o estaba vigente en los hemiciclos del Círculo Experimental de Cantautores, en los cortos del Taller de Cine de la Usac, en los sótanos salvajes de Serpiente Visión sobre la Bolívar, en el Epitafio Ladino y otros moméntums de la danza, en el Retrato de la Anormalidad y sus Milagros a Domicilio de La Bodeguita del Centro, en las arteNativas de Pie de Lana, en una Cúpula mestiza de zona 9, donde Fernando López cantaba “conciertos humanos”, se edificaban altares a la memoria de Árbenz y se invocaba a La hija del puma; en una mesa de pino herida por el machete afilado de la imaginación pequeñoburguesa; en los ramajes insondables de una marimba-luna o en las paredes sin sombra de una Galería Imaginaria… Casa Bizarra fue una trinchera. Un nicho de (re) invención, no de muerte. Un cuartel de disidentes cariñosos y esperanzadores donde se cantaba, se hacía el amor, se pintaba, se consumían sustancias lícitas e ilícitas, se leía poesía, se exhibían películas de vanguardia y se conspiraba en contra del dolor y el aburrimiento. Su legado permanece, y de tanto en tanto resurge a recordarnos el papel crucial del arte para comunicar las enseñanzas de la historia y del asombro.

Fecha: (Septiembre 5 de 2011, en DIARIO DE CENTROAMÉRICA).